jueves, 6 de noviembre de 2008

Puertas

Entre los gestos del mundo

recibí el que me dan las puertas.

En la luz yo las he visto

o selladas o entreabiertas

y volviendo sus espaldas

del color de la vulpeja.

¿Por qué fue que las hicimos

para ser sus prisioneras?


Del gran fruto de la casa

son la cáscara avarienta.

El fuego amigo que gozan

a la ruta no lo prestan.

Canto que adentro cantamos

lo sofocan sus maderas

y a su dicha no convidan

como la granada abierta:

¡Sibilas llenas de polvo,

nunca mozas, nacidas viejas!


Parecen tristes moluscos

sin marea y sin arenas.

Parecen, en lo ceñudo,

la nube de la tormenta.

A las sayas verticales

de la Muerte se asemejan

y yo las abro y las paso

como la caña que tiembla.


«¡No!», dicen a las mañanas

aunque las bañen, las tiernas.

Dicen «¡No!» al viento marino

que en su frente palmotea

y al olor de pinos nuevos

que se viene por la Sierra.

Y lo mismo que Casandra,

no salvan aunque bien sepan:

porque mi duro destino

él también pasó mi puerta.


Cuando golpeo me turban

igual que la vez primera.

El seco dintel da luces

como la espada despierta

y los batientes se avivan

en escapadas gacelas.

Entro como quien levanta

paño de cara encubierta,

sin saber lo que me tiene

mi casa de angosta almendra

y pregunto si me aguarda

mi salvación o mi pérdida.


Ya quiero irme y dejar

el sobrehaz de la Tierra,

el horizonte que acaba

como un ciervo, de tristeza,

y las puertas de los hombres

selladas como cisternas.

Por no voltear en la mano

sus llaves de anguilas muertas

y no oírles más el crótalo

que me sigue la carrera.


Voy a cruzar sin gemido

la última vez por ellas

y a alejarme tan gloriosa

como la esclava liberta,

siguiendo el cardumen vivo

de mis muertos que me llevan.

No estarán allá rayados

por cubo y cubo de puertas

ni ofendidos por sus muros

como el herido en sus vendas.


Vendrán a mí sin embozo,

oreados de luz eterna.

Cantaremos a mitad

de los cielos y la tierra.

Con el canto apasionado

heriremos puerta y puerta

y saldrán de ellas los hombres

como niños que despiertan

al oír que se descuajan

y que van cayendo muertas.

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